Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, podría medir cuatro metros y medio, de modo que cada hilo de un milímetro representaría un millón de años. Estaría hecho de aquellas cosas que sólo pueden encontrarse en la Tierra: fibras vegetales y animales, algodón y lana, teñidos con los pigmentos naturales que producen los seres vivos en su infinita capacidad para la belleza. Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, tendría cuatro grupos de colores, uno por cada Eón: marrones y ocres para el Eón Hádico, amarillos y verdes para el Eón Arcaico, rojos y violetas para el Proterozoico, turquesas y azules para el Fanerozoico. Cada Eón estaría dividido en franjas de diferentes tonos, las Eras, y cada Era en Períodos donde el mismo color se va tejiendo en puntos distintos. Y en medio del ordenado patrón geológico, nudos, puntos, trenzas, saltos de lana, marcarían los eventos que poco a poco, centímetro a centímetro, en una acumulación de eternidades, fueron cambiando la historia del planeta. A veces monstruosos como la desintegración de un continente, a veces tan pequeños como un cambio en el cromosoma de una célula cualquiera perdida en la inmensidad del mar primitivo, un evento insignificante que abre la puerta de otro futuro.
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Hádico
Hace cuatro mil quinientos setenta millones de años, el sol era aún una estrella joven, emitiendo menos del treinta por ciento de la energía que desprende hoy. En su entorno, el material que sobró de su creación se fue condensando en planetesimales. Los que estaban mas cerca del sol quedaron hechos de materiales pesados, átomos grandes producidos en la forja de las estrellas que estallaron como supernovas dejando una nube lista para formar otra estrella, más rica en metales. La Tierra estaba aún muy caliente, apenas empezando a formar una corteza, cuando sucedió la catástrofe: otro planetesimal, casi tan grande como Marte, chocó con ella. El impacto fue tal que el intruso se desintegró, y parte del núcleo terrestre, fundido, se mezcló con sus restos formando un anillo en torno al planeta herido. En pocos cientos de miles de años, un pestañeo geológico, el anillo se condensó en otro cuerpo esférico, más pequeño, que orbitaba la Tierra a la distancia de pocas decenas de miles de kilómetros. La Luna se veía enorme en el cielo sin aire, roja de fuego, negra de rocas. Tan cerca estaba que levantaba mareas de magma, deformando su planeta hermano, frenando sus revoluciones, y alejándose en el proceso lenta, inevitablemente. Desde entonces la Tierra tiene una compañera de viaje.
Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, el Eón Hádico mediría cincuenta y seis centímetros y estaría hecho de colores simples: lana negra para la Era Caótica, lana marrón para la Era Zirconiana, de donde datan los minerales más antiguos que se conocen. Los líquenes, que tiñen sin ayuda de ningún truco químico, proveerían los ocres para las eras Nectariana e Ímbrica. Mientras la Tierra se iba enfriando y adquiriendo una corteza sólida, las erupciones volcánicas expulsaban vapores, creando una atmósfera primitiva de anhídrido carbónico y otros gases tóxicos, y formando nubes que, lloviendo, iban creando un vasto océano. Por mucho tiempo, ningún continente sobresalía sobre las aguas. Hacia el final del Hádico, el constante bombardeo de meteoritos se intensificó en el Último Bombardeo Pesado. Los satélites y planetas menores quedaron marcados como rostros de adolescentes. Muchos de estos meteoritos estaban compuestos de hielo: no se sabe cuánta del agua de los océanos de la Tierra fue traída por ellos desde los confines del Sistema Solar.
Arcaico
Durante el Último Bombardeo Pesado, la superficie de la Tierra estaba en constante cambio, las rocas derritiéndose bajo los impactos de los meteoritos, imposible tener certeza de todo lo que ocurría. Pero en los minerales que provienen de la época inmediatamente después, ya hay evidencias de que en el planeta había ocurrido un evento único: unas moléculas, precursoras del ácido ribonucleico, habían conseguido copiarse a sí mismas. La copia no era perfecta, y cada error podía hacer más o menos eficiente el proceso de reproducción de las moléculas hijas. Fue entonces, gracias a la imperfección, que empezó la supervivencia del más apto. No se sabe con certeza dónde, sólo que fue en el océano, tal vez cerca de una fuente termal donde había suficiente energía y material para formar moléculas orgánicas complejas. Pronto se formaron bolsitas que encerraban reacciones químicas autosustentables, con la capacidad de reproducirse y susceptibles de evolucionar por selección natural. O para decirlo más corto: en la Tierra apareció la vida.
Los primeros cratones se formaron en el Arcaico. Son secciones de la corteza que se alzaron sobre el nivel del mar, algunas han perdurado hasta hoy y son los terrenos mas antiguos del planeta. La corteza terrestre está hecha de placas móviles que derivan, chocan y se empujan, alzando las montañas, creando volcanes y cambiando constantemente la forma de los continentes, de modo que las rocas que vemos en su mayoría se fundieron y volvieron a formarse. En la Tierra primitiva, la superficie no tenía suelo sino que estaba hecha de rocas desnudas, grandes extensiones de basalto negro y estéril sobresalían sobre el mar. Mientras tanto en el océano, las bacterias evolucionaban y encontraban nuevas formas de vivir. Se especula que los cratones se unieron por primera vez en un supercontinente en el eón Arcaico, de modo que toda la superficie seca de la Tierra se encontraba unida en una gran masa. Como éste, se formarían y desintegrarían muchos supercontinentes a lo largo de la historia del planeta, y las huellas de esta danza de las placas aún se puede leer en la magnetización de las rocas.
Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, el eón Arcaico mediría un metro y medio y sus lanas estarían pintadas con hojas. El amarillo claro de la era Eoarcaica se iría poniendo más verde en las sucesivas eras, Paleoarcaica, Mesoarcaica, Neoarcaica, representando otro evento clave en la historia del planeta: algunas bacterias habían aprendido un truco prodigioso que les permitía alimentarse de luz. La fotosíntesis primitiva fue evolucionando hasta que hacia el final del Arcaico las cianobacterias ya podían hacerlo de la forma más eficiente que conocemos hoy, con clorofila, tornando verdes los mares, formando colonias de estromatolitos cuyos restos fósiles perduraron en el tiempo. Por millones de años, por decenas y cientos de millones de años, las cianobacterias comieron luz y fabricaron azúcar, y en el proceso fueron desprendiendo un gas raro, reactivo y peligroso: el oxígeno. Fue así que unos minúsculos microorganismos le regalaron a la Tierra su atmósfera azul.
Proterozoico
Con el proliferar de las cianobacterias, el oxígeno producido por la fotosíntesis se acumuló en la atmósfera hasta niveles inéditos en los planetas del Sistema Solar. El inicio del eón Proterozoico, hace dos mil quinientos millones de años, está marcado por el Gran Evento de Oxidación, llamado también la Catástrofe del Oxígeno, ya que la acumulación de este gas en la atmósfera primitiva debe haber resultado fatal para un gran número de bacterias. Pronto algunas aprendieron a respirarlo. La roca oscura de los continentes adquirió el tono oxidado de la superficie de Marte, y eso la hizo también más susceptible a la erosión. A medida que nueva superficie quedaba expuesta, absorbía los gases de invernadero, precipitando la temperatura del planeta y produciendo una gran era de hielo: la del Huroniano. La presencia de oxígeno en altas cantidades en la atmósfera terrestre permitió la formación de numerosos minerales nuevos. Las diminutas bacterias tuercen el destino del planeta, desde el clima hasta la mineralogía.
Hasta mediados del Paleoproterozoico existían dos tipos de microorganismos: bacterias y arqueas. Similares en apariencia, son genéticamente muy distintos. Son arqueas muchos de los organismos extremófilos, capaces de subsistir en ambientes que resultan fatales para otras formas de vida. En el océano proterozoico, una arquea se tragó una de las bacterias capaces de respirar el flamante oxígeno, y en lugar de destruirla la incorporó a su organismo, donde se transformó en una mitocondria, el organelo celular que nos da energía. El truco se repitió luego con una bacteria capaz de hacer la fotosíntesis. No se sabe si esto ocurrió antes o después de que la madre arquea encerrara su material genético dentro de una membrana interna, solo que fue hace alrededor de mil ochocientos millones de años. Este nuevo tipo de célula con núcleo y mitocondrias, y en el caso de las células vegetales con cloroplastos, más grande, organizada y energéticamente eficiente, abrió un mundo de posibilidades evolutivas. En un evento crucial, los dos dominios primordiales, arqueas y bacterias, se unieron en simbiosis para crear juntos el tercero, las eucariotas. Todos los seres multicelulares, como animales, hongos o plantas, somos hijos de ese día.
Hace mil quinientos millones de años, al inicio del Mesoproterozoico, ya las novedosas eucariotas estaban demostrando su potencial. En ocasiones, algunas de las formas de vida lograban unirse cooperando para formar organismos multicelulares, al principio simples agregados de pocos cientos de células, poco a poco alcanzando mayor organización. Aparecen los hongos, versátiles y diversos. Mucho después, ya terminando el Neoproterozoico, los primeros animales elevan el arte de la cooperación a nuevos niveles, millones de células con la misma carga genética ahora se desplazan juntas. Hacia el final del eón, toda una fauna pulula en el océano. La diversidad se había disparado con un nuevo invento de mediados del Mesoproterozoico: en lugar de duplicar su material genético y luego dividirse en dos, una misma célula siendo madre e hija, dos individuos con la mitad de la carga genética se funden en uno nuevo. Sus cromosomas se aparean, se cruzan, se mezclan, forman combinaciones nuevas. La vida inventa el sexo, y un universo de oportunidades se extiende ante ella.
Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, el eón Proterozoico se llevaría casi dos metros. La era Paleoproterozoica sola mediría 90 centímetros y tendría un tono rojo oxidado, el nuevo color de los continentes, se tornaría fucsia en la era Mesoproterozoica, y violeta en la Neoproterozoica. Cadenetas de lana indicarían cuando se formaron y separaron los supercontinentes: Columbia, Rodinia. La deriva de las grandes masas continentales cambia la circulación de los mares y la cantidad de luz solar reflejada al espacio, y esto junto con los cambios en la composición de la atmósfera producidos por los microorganismos precipita a veces al planeta en edades de hielo, marcadas con grandes franjas de algodón blanco. En ocasiones, durante el período Criogeniano, la Tierra se convierte por millones de años en una bola de nieve, de los polos hasta el ecuador. La vida sufre en estos intervalos fríos, pero resiste, y cuando vuelve el calor los nichos ecológicos vacíos se llenan de nuevas especies. Los mares tibios del Ediacario ya albergan formas de vida tan grandes y complejas que sus restos fósiles, atrapados en la arena, han persistido por seiscientos millones de años para encantarnos hoy con su simetría. Al parecer un invierno feroz volvió entonces a apoderarse de todo el planeta, desapareciendo a la mayoría y marcando el fin del eón.
Fanerozoico
El Fanerozoico comienza cuando el planeta por fin logra calentarse, y en los mares evolucionan en un período relativamente corto de tiempo una enorme cantidad de especies. La vida marina aprende a protegerse creando en torno a sus cuerpos cáscaras protectoras, armaduras, conchas, estructuras que persisten mucho tiempo después de su muerte. Tal es la variedad de formas que aparece de repente, que los paleontólogos encantados por la súbita riqueza de fósiles llaman a este evento «la explosión del Cámbrico». De allí en adelante, la historia del planeta está documentada al detalle por las infinitas formas de los seres multicelulares que murieron y dejaron su huella en las rocas, tanto que los humanos despreciaron por mucho tiempo la rica pero misteriosa historia anterior y dieron a todo el período desde la formación del planeta hasta el Fanerozoico un solo nombre: precámbrico. En los océanos del cámbrico aparecieron patas, garras, uñas, dientes, corazas. Los animales se perseguían ahora unos a otros, cazadores y cazados evolucionando a toda prisa de manera independiente un maravilloso invento: los ojos. Te veo y te como, te veo y me escapo. Por vez primera, la vida podía mirar su planeta.
Hasta ahora, la vida era una cosa que sucedía en el mar. Los continentes no sólo estaban vacíos, sino que ni siquiera tenían suelo, solo rocas, arena. Poco a poco, plantas y hongos empezaron a conquistar primero las costas y luego el interior, creando el suelo, y la Tierra por fin tuvo tierra. A partir de allí se fue haciendo más fácil vivir fuera del agua, y pronto los animales se aventuraron también. Probablemente los primeros en explorar la vida seca fueron los artrópodos, tal vez las arañas. Las inmensas extensiones de roca se fueron cubriendo de verde. La evolución se desbocó, creando infinidades de formas y posibilidades. Aparecieron las hojas, aparecieron los árboles, impresionantes esculturas hechas casi exclusivamente de aire, agua y luz. Para el período Carbonífero, ya grandes bosques cubrían el planeta, produciendo una atmósfera cargada de oxígeno. Las plantas, ahora terrestres, perfeccionaron el milagro de usar la luz para alimentarnos a todos, y abrieron la puerta a una vida bajo el sol.
En la tierra firme, la vida se diversificó a velocidades nuevas, adquirió miles de formas, conquistó los continentes. En el verano de la Tierra aparecieron los insectos voladores, las flores, y los dinosaurios. Pero una y otra vez, grandes catástrofes producían extinciones a escala planetaria. Sacudida por meteoritos, erupciones monstruosas, o congelándose hasta los mares ecuatoriales, la Tierra ve morir periódicamente a casi todos sus habitantes. Porfiados, indetenibles, los pocos sobrevivientes repueblan el planeta. Antes del Fanerozoico seguramente ocurrieron muchas extinciones globales, pero el registro fósil solo empieza a ser claro cuando hay restos suficientemente grandes y abundantes, de modo que identificamos con certeza cinco grandes extinciones, todas en el último eón. La peor marcó el final del Proterozoico, entre el Pérmico y el Triásico, pocas especies sobrevivieron a La Gran Mortandad. Pero la más impresionante para nosotros los mamíferos fue sin duda la que acabó con los dinosaurios casi por completo, dejándonos espacio libre y abriendo la nueva era donde los animales cuidados por mamá prosperamos sin freno. Sólo unos cuantos dinosaurios quedaron tras el impacto del meteorito de Chixculub, hace 65 millones de años, y parece ser que eran precisamente los que empollaban sus huevos. Andan por aquí aún con sus plumas, dueños del cielo, revoloteando, enseñándonos a cantar.
Si la historia de la Tierra fuera un tapiz, el Fanerozoico mediría solo 54 centímetros. Estaría hecho con lana pintada de azul con bayas de montaña, con las grandes extinciones en rayas de algodón negro, y no alcanzaría la variedad de puntos, nudos y cadenetas para representar toda la intrincada historia del último eón. No sólo porque tenemos más fósiles de tiempos más cercanos y lo conocemos mejor, sino porque con la explosión de la variedad de la vida multicelular en el Cámbrico primero, y la conquista de la tierra seca después, la Tierra se cubrió totalmente de miles de formas de vida compleja. En el último medio metro de tapiz se agolpan la invención de las hojas, árboles, alas, flores, reptiles, mamíferos, peces, casi todo lo que pensamos cuando pensamos en vida. Tras la extinción de los dinosaurios, los últimos seis centímetros atestiguarían el dominio de los grandes mamíferos, los últimos dos la invención de la hierba con la que se alimentarían muchos de ellos. La última edad de hielo, la de las grandes glaciaciones del Cuaternario, cabría toda en una sola hebra de dos milímetros y medio de dos colores entrelazados: blanco representando el hielo, negro anunciando la nueva extinción desencadenada por una de las especies de mamíferos. Y la historia de esa especie abarcaría una sola hebra, delicada, imperceptible, perdida al final de los cuatro metros y medio de tapiz: un cabello del recién inventado Homo sapiens.